sábado, 5 de enero de 2013

La metáfora y la vida

La educación que se nos ha dado, en esta parte del mundo en que vivimos, esa misma educación que nosotros, amparándonos en costumbres y tradiciones transmitimos a nuestros hijos, empieza con una metáfora que, hasta que la inocencia se pierde, se la trata como algo real. Mediante esa metáfora se nos enseña ya, desde nuestra más tierna infancia, a caminar tras la luz de una estrella en busca de un incierto porvenir, de un lugar idílico, de un deseo... de un Dios. Cuántas veces, en momentos aciagos de nuestras vidas, elevamos los ojos al cielo en busca de una estrella que nos ilumine el camino, que nos ayude a salir de unas sombras que se han aposentado en nuestra mente, que nos transmita la esperanza con su luz. Así lo sentimos ya que así lo aprendimos de niños. ¿Qué buscaban aquellos reyes fabulosos... también llamados magos? Su poder no sería muy grande, ya que tuvieron que hacer lo que cualquier mortal desconcertado: dejarse llevar por una estrella. La diferencia con los demás mortales es que ellos la encontraron, mientras que la mayoría perece estrellada. La iglesia, que es quien mantiene viva la llama de esa estrella, es sin embargo muy ambigua a la hora de explicar su significado: ¿Quiénes fueron aquellos reyes? ¿Dónde estaba su reino? ¿Por qué se “embarcaron” en semejante aventura? Y, sobre todo, ¿qué fue de ellos después? Su presencia resulta bonita dentro de la idílica representación navideña, pero no encaja en absoluto desde el momento en que alguien pretenda ejercer su derecho a pensar. Claro que esto, la razón, es totalmente contrario a lo que la iglesia defiende: la fe. Con ella lo creemos todo y no necesitamos pensar. Así viviremos mejor y obtendremos puntos para entrar un día en el reino de los cielos. Esta metáfora de los reyes magos, condiciona por otro lado nuestro modo de vida. Esta noche en todos los pueblos y ciudades se organizan lujosas cabalgatas donde los tres monarcas desfilan ante los ojos abiertos como platos de los niños y la sonrisa emocionada de los mayores, garantes de la tradición. Y los niños –si han sido buenos- reciben regalos. A veces, si han sido malos y los padres son ricos, reciben aún más regalos. Pero como aquí somos todos tan solidarios, también queremos que haya regalos para los mayores. Así, nuestra sociedad ha sabido adaptarse a la tradición: si los reyes magos llevaban un cargamento de oro, incienso y mirra, ahora la televisión nos bombardea con interminables y costosos anuncios de oro (joyas) y de incienso y mirra (perfumes), con los que gastamos a veces más de lo que podemos, mientras la iglesia sonríe complacida. Pero no siempre hay una estrella para todos. Y ahí radica la contradicción de nuestras vidas, se pone de manifiesto la debilidad de esa metáfora y, sobre todo nuestro propio carácter insolidario. Aunque para esto también la iglesia ha inventado otra metáfora llamada caridad que, aunque en momentos puntuales puede ser válida, es totalmente insuficiente, ya que no llega a todos. Miguel Hernández escribió este poema refiriéndose a un niño que no tuvo la suerte de ver ni estrella ni reyes. Un niño hecho a imagen y semejanza de millones de niños que mueren cada día de necesidad en este mismo planeta que habitamos y que, careciendo de todo derecho, se ven privados hasta de la metáfora.

LAS DESIERTAS ABARCAS

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.

Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.

Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.

Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.

Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.

Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.

Toda  gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.

Rabié de llanto,
hasta cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y un mundo de miel.

Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.

Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.