jueves, 18 de febrero de 2010

Miguel Hernández, Viento del Pueblo


Este es el año del centenario. El año en que, de haber vivido, Miguel Hernández hubiera cumplido cien años. Sin embargo, sólo vivió treinta y dos... ¡Cuántos años de vida robada a golpes! ¡Cuánta pena acumulada en el corto espacio de treinta y dos años! ¡Cuánto dolor...! Quienes hemos podido gozar del privilegio de acumular un buen número de años, por lo general envidiamos a los que son más jóvenes que nosotros, añoramos el tiempo pasado en que nuestro pelo era –negro o rubio, pero era- y envidiamos el vigor de aquellos músculos, hoy cada vez más lacios. Sin embargo, algo hemos logrado. Cuando se habla de la experiencia de una persona mayor, habitualmente hay quien sonríe con desdén, vinculando experiencia a pequeñas batallitas, a recuerdos banales e insignificantes que a nadie interesan. Esto, en ocasiones, puede ser así, pero no siempre lo es. En nuestra cabeza, perfectamente archivada, se haya toda una línea vital que no es sino el tronco al que están adheridas infinidad de ramas, todas semejantes, al ser nuestras; todas diferentes, al referirse a distintos episodios que hemos compartido. En una de estas ramas de mi línea vital, se haya mi experiencia, mis recuerdos, en relación a Miguel Hernández. Es claro que no lo conocí, pero su nombre, aunque no me decía nada, si que sonó ya en mis oídos cuando era niño. Su viuda, Josefina Manresa y su hijo Manuel Miguel vivían en Elche, cerca de mi casa. A ella la vi alguna vez. También a su hijo que, al ser algo mayor que los de mi entorno, nunca nos relacionamos con él. De hecho, comentaban de él en voz baja, no sé por qué: “es el hijo del poeta”, pero a mí aquello no me decía nada. Yo no sabía –no sé si alguien realmente lo sabía- quién era el poeta. De mi adolescencia no tengo ningún recuerdo de él, pese a vivir cerca de su familia. Fue más tarde, ya rondaba yo los treinta años, cuando Miguel Hernández entró en mi vida. Y lo hizo a través de unos libros prohibidos que, un librero osado, nos ofrecía en la trastienda de su librería. De Miguel Hernández no se podía hablar, y menos aún leer. Lo prohibía la Ley de la dictadura. La misma dictadura que lo encarceló y lo condenó a muerte por el flagrante delito de escribir. Una condena que, para nuestra vergüenza, todavía no ha sido revisada ni revocada. Con el paso del tiempo, muerto el perro de la dictadura se acabó su rabia y, Miguel Hernández, que había sido elevado a la altura de los más grandes, fuera de España, fue conquistando aquí el espacio que justamente le correspondía. El poeta pastor conseguía al fin su sueño de ser poeta. Pero no pudo despertar para gozar su sueño. Ahora, en el centenario de su nacimiento, despierta toda una fiebre de ansias por reivindicar su nombre. Todos los intentos que se hagan en este sentido, no serán suficientes para borrar la ignominia que con él se cometió, pero bienvenidos sean si son sinceros, si nacen del corazón. Miguel Hernández ya es mucho más que un poeta: es un símbolo, un mártir. Por eso intentaron que su voz no se escuchara. Pero ésta estaba en el viento y nadie, que se sepa, ha podido nunca amordazar al viento. Y, menos aún, al Viento del Pueblo.

“Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me avientan la garganta".