miércoles, 31 de julio de 2013

Trueque


Desde que nacemos, vamos participando en proyectos. En los primeros de nuestras vidas, por razones de edad, son otros quienes deciden y asumen responsabilidades, pero, en cualquier caso, siempre nos afectan, querámoslo o no. Más tarde, superada la barrera de la mayoría de edad, somos nosotros quienes, en uso  de nuestros derechos, intentamos sacar adelante nuestros propios proyectos. Propios, aunque siempre, siempre, hay otros involucrados, perjudicados o beneficiados de nuestra acción. Lo que en ocasiones mueve montañas es la ambición, la conquista del poder, el deseo de una vida mejor, sin calibrar generalmente las consecuencias que se deriven hacia otros. El amor, la búsqueda de la felicidad... conceptos tan etéreos como estos últimos, ¿tienen algo que ver con el querer dominar o poseer? Tal vez sí. ¿Existe algo más posesivo que el amor de pareja? ¿O más destructivo para la dignidad humana cuando se convierte en odio? Metidos en este terreno tan resbaladizo, tal vez podríamos preguntarnos: ¿Por qué degenera el amor y se convierte en odio, o tal vez aún peor, en menosprecio? ¿Qué circunstancias han de concurrir para que esto ocurra? ¿Qué es el amor? Llegados a este punto, tal vez lo más coherente sería no continuar. Pero sigamos jugando a la incoherencia.

Hablamos al principio de proyectos. Desde la guardería participamos en ellos para formarnos como personas. La universidad (si la hay), el trabajo (si se tiene), la creación de una empresa. Todos, sin duda, son importantes. Pero hay uno que nos marca, nos condiciona para siempre: en un momento determinado decidimos asumir la responsabilidad de crear una familia. En este último caso, si no partimos de un correcto estudio de la situación, podemos vernos en un grave aprieto. El índice de divorcios y de familias rotas que hay en nuestra sociedad, es una muestra clara de los frágiles planteamientos con que fueron iniciados los proyectos. Partamos del caso más común: dos personas se conocen, se gustan y se idealizan. El proyecto se llena de humo y, cuando se abre la puerta, el humo se esparce y el amor desaparece. Los dos –o uno de los dos- se dan cuenta que el otro (antes, ser sobrenatural) tose, suda y tiene manías. Algo que no se puede consentir. “Esto no es lo que parecía”, suele decirse. La convivencia se enrarece y se hace imposible. Sólo la ruptura –muchas veces (o siempre) traumática- permite la libertad. Libertad que se consigue, en ocasiones con sangre, o a costa de la infelicidad de seres inocentes que se ven involucrados. Hijos que se ven desplazados de esa seguridad familiar que los acogía. Otros familiares que han de asumir una parte del precio que la ruptura supone, y no hablo de factores económicos.

Al hablar del amor, de la familia, ¿es correcto plantearlo con un nombre tan frío como es “proyecto”? Yo, al menos, lo entiendo así. Se trata de un proyecto de vida, y estas son palabras mayores. Todo proyecto de vida implica renuncias y asumir la imperfección del otro. Pero esto no puede darse sin asumir antes nuestra propia imperfección. Con nuestras renuncias nos empobrecemos, pero superamos esta carencia con las aportaciones del otro, y así el proyecto se equilibra y avanza... y crece. No es justo poner en la balanza sólo lo negativo. Cualquier defecto que el otro tenga, uno ha de saber comprenderlo, pero el otro ha de procurar revertirlo. Ahora bien, todo esto no son más que palabras. El hecho terrible que podemos constatar es que el ser humano, en líneas generales, no parece estar capacitado para la convivencia. Ese humo del que hablamos antes nos invade los sentidos y nos sume en la incoherencia. Algo que sería muy fácil de aceptar si involucrara solamente a dos personas, pero por desgracia no es así. ¿Qué habría que hacer al respecto? ¿Cuál es la solución? ¿Sufrir, sólo sufrir? Creo que no. No sería ésta una buena solución. Si no hay respeto mutuo no hay amor. Haría falta una carta de valores... pero, ¿quién se atrevería a firmarla? Pienso que los problemas de pareja o se resuelven en pareja o no se resuelven, sobre todo cuando el humo ya no está. Y es que dura tan poco...

El amor es un trueque, un camino en dos direcciones, un camino difícil como todo aquello que significa dar, pero que tiene la contrapartida del recibir. No es un camino de rosas o, en cualquier caso si las hay, muchas nos arañan con sus espinas. Pero es un camino apasionante que merece la pena recorrer.

Ilustro mi reflexión con el poema de Mario Benedetti, “Trueque”:

Me das tu cuerpo patria y yo te doy mi río
tú noches de tu aroma / yo mis viejos acechos
tú sangre de tus labios / yo manos de alfarero
tú el césped de tu vértice / yo mi pobre ciprés
me das tu corazón ese verdugo
y yo te doy mi calma esa mentira
tú el vuelo de tus ojos / yo mi raíz al sol
tú la piel de tu tacto / yo mi tacto en tu piel
me das tu amanecida y yo te doy mi ángelus
tú me abres tus enigmas / yo te encierro en mi azar
me expulsas de tu olvido / yo nunca te he olvidado
te vas te vas te vienes / me voy me voy te espero.