El
pasado martes, 10 de mayo de 2016, murió ANTONIO GARCÍA. Y ya nada es igual en la
Asociación Cultural Caminos. Como en las ciudades, o en cualquier rincón, da
igual si transitado o recóndito, si desaparece un árbol o un edificio o una
seña emblemática que lo caracterizara, el paisaje se rompe, como se rompe el
alma de quienes añoraran la presencia de lo que ya nunca estará allí. Antonio
se fue discretamente, del mismo modo que vivió con nosotros. Y con nosotros
estuvo desde el principio, y aun antes. Él nunca recitó ni hizo teatro, ¿qué
pintaba, pues, en este grupo? Sin embargo nunca desentonó, y cuando acudíamos a
un ensayo, si no estaba, se notaba su ausencia. Nunca dirigió un recital, pero
estaba allí, no para brillar deslumbrando a nadie, sino para ayudar tan
discretamente que apenas se notaba, pero era hermoso verlo involucrarse,
sentirse parte de cada proyecto, ser uno más con quien se podía contar para lo
que hiciera falta. Finalmente fue “el técnico”, sin importar demasiado qué
hiciera ni cómo lo hiciera. Hay un montón de anécdotas que se podrían contar,
pero esto queda en el recuerdo personal de cada uno, para provocarnos al
evocarlas una sonrisa de añoranza. Han sido las vivencias en su conjunto lo
realmente importante, las emociones que en estos años hemos compartido. Yo sé
que él vivió cada recital, cada avatar de esta asociación, como algo propio,
quizás con más intensidad que otros que asumíamos un papel actoral. Y me consta
porque lo hablé con él, y me siento orgulloso y muy afortunado por haber
merecido su amistad y por no tener que buscar ahora palabras huecas para llenar
este espacio. No es preciso. Sólo poner el recuerdo real es suficiente.
En su
funeral, en la Basílica de Santa María, intentamos recitar la Elegía, de Miguel
Hernández, pero el sacerdote no lo permitió. Da igual –pensamos- pero no es
cierto: no da igual. Antonio ya no podría escucharla, es cierto, pero se
merecía ese pequeño homenaje que en otras circunstancias seguro que le hubiera
entusiasmado y emocionado. Una vez más, topamos con la iglesia. Esta muestra de
intransigencia, sin embargo, la dejamos a un lado –no olvidada sino aparcada-
para centrarnos en nuestro personal y particular adiós al amigo que nos ha
dejado ahora un paisaje incompleto. Nos queda, eso sí, el saber que nunca
morirá del todo mientras nosotros vivamos, que siempre habrá en nuestro grupo,
un espacio para él. Y le digo hasta luego ahora con unas palabras de Miguel
Hernández que estoy seguro que podríamos compartir, y que honestamente nadie
puede prohibirme que diga:
“A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero”.