Estamos acostumbrados a las celebraciones: buenas o malas, da igual. El caso es celebrar. El de hoy es uno de esos días: 28 de marzo. Día en que murió el poeta Miguel Hernández.
Los
políticos, en todos sus estamentos (cultural, económico, turístico) decidieron señalar
este año –al cumplirse en él el 75 aniversario de la muerte del poeta- como Año
de Miguel Hernández, volcándose todos los entes en la organización de actos
para celebrar el evento. El evento: ¿la muerte? Cualquier excusa es buena si la
cifra es redonda, y el 75 parece que lo es.
Quienes,
haciendo un loable ejercicio de voluntad hayan conseguido leer hasta aquí, ya
estarán pensando que también cualquier excusa es buena para criticar, y no les
faltará la razón. El caso es que estoy dolido con la vida que le dieron al
poeta. Y también con la muerte que le dieron. Y con el silencio a que lo
quisieron castigar, primero a él (objetivo cumplido), y luego a su obra
(objetivo imposible de conseguir). Y aunque todo ha evolucionado –también las
ideologías- pienso yo que mucho de lo que hay sigue siendo lo mismo (hay cosas
que no cambian). Y que en medio de gente de buena voluntad, que lucha por
reivindicar la presencia del poeta en nuestra sociedad, se han colado otros
que, sin importarles un bledo el poeta, buscan el rédito político: la
implantación del circo para atraer turistas. Es lo que hay, o así lo veo yo.
En
cualquier caso, y a pesar de todo lo dicho, sea bienvenida esta celebración.
Quiérase o no, de ella siempre se podrán extraer fragmentos positivos. La
poesía, aun asociada a la muerte, sigue siendo poesía. Y el poeta –Miguel Hernández-
como absoluto protagonista, continuará cimentando su inmortalidad. Inmortalidad
ganada a pulso con cada suspiro hecho poesía, con cada verso hecho vida.
Recordémosle
así: cada día. Desde que nació poeta y nos nutrió con su cálido aliento. ¿El 75
aniversario?: bien está. Pero también el 76, el 77 i todos los que cada uno
consigamos alcanzar. Todos igual de importantes, igual de redondos. Todos, como
sus versos, igual de bellos.
SONETO FINAL
Por desplumar arcángeles graciales,
la nevada lilial de esbeltos dientes
es condenada la llanto de las
fuentes
y al desconsuelo de los manantiales.
Por difundir su alma en los metales,
para dar el fuego al hierro sus
orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros
torrenciales.
Al doloroso trato de la espina,
al fatal desaliento de la rosa
y a la acción corrosiva de la muerte
arrojado me veo, y tanta ruina
no es por otra desgracia ni por otra
cosa
que por quererte y sólo por
quererte.