viernes, 25 de febrero de 2011

Me gusta cuando callas



Los años nos cambian no sólo en lo físico. Cambia nuestros hábitos, nuestro modo de ser, nuestra forma de pensar. Pasamos, casi sin darnos cuenta, de caminar arrollando por la vida, a caminar con miedo de ser arrollados. En ocasiones nos consolamos pensando que somos más sabios, pero no es cierto. Hemos aprendido -a fuerza de golpes- lo justo, pero muy raramente aprendemos lo esencial. Sin embargo muchas veces, tal vez nuestra conciencia sí que ha sido capaz de descubrir el valor del silencio y del sosiego dentro de una sociedad que avanza desbocada hacia un rumbo incierto. Yo descubrí el silencio escuchando al mar en sus días de calma. Su voz entonces es un arrullo que invita a la Paz y al sosiego. Es como una nana cantada armoniosamente para gente mayor, con apetencias de esa Paz tan denostada alrededor de nuestra geografía. El mar en calma, creo que es la más clara representación de esa Paz. Pero también puede aparecer esta sensación –habría que decir más bien, esta certeza- caminando por las tortuosas sendas de la sierra, cuando nadie –o casi nadie- aparece por allí, y se escucha el canto de las perdices que se albergan cerca de los barrancos, o los pájaros que gorjean animadamente arropados por el follaje de los pinos o los eucaliptos. En realidad, allí donde la naturaleza habita y el hombre no la incordia, allí se escucha el sonido del silencio y se respira la Paz. En los inviernos de Santa Pola, todo esto es muy fácil de descubrir. Incluso en el mismo pueblo. Es cierto que los políticos, los comerciantes y los economistas, e incluso el mismo clero, opinarán que esto no es bueno, que un pueblo necesita actividad para crecer. Tal vez sea cierto. Seguro que lo es. Pero también es cierto que, después de sufrir la invasión del verano, nuestro cuerpo –el de algunos- agradece el silencio con que el invierno nos invita a reencontrarnos, a escuchar la voz de la mar, que quedó amortiguada por el estruendo de la masa, y a escuchar nuestra propia voz repetida por el eco deslizante de las olas. Habría que inventar un nuevo orden económico que permitiera compatibilizar ambas sensaciones: la actividad y el silencio. Tal vez, en este nuevo orden, los ricos fueran menos ricos. Pero también podría ser que nuestro caudal de razonamiento creciera proporcionalmente igual para todos, convirtiéndonos en un pueblo más sensato, capaces de oír y de gozar con el sonido del silencio. Con los sonidos de la Naturaleza. Con los sonidos de la Paz.
Pablo Neruda escribió “Me gustas cuando callas”, un poema en que agradecía el silencio –tal vez de su amada- porque él –el silencio- le permitía contemplarla, y llenarse y gozar de esa contemplación.

ME GUSTA CUANDO CALLAS

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

martes, 15 de febrero de 2011

Caña a la moto. Por muchos años.


Mira que en esto de la edad hay diferencias de apreciación. Una persona de veinte años, es mayor a los ojos de otra de cinco o seis. Al respecto de esto, tengo un recuerdo de mi madre: cuando hablábamos de personas de setenta u ochenta años, ella solía decir: “aún son jóvenes”. Mi madre tenía cien años. Ahora bien, lo realmente cierto es que se trata de una cuestión que en principio sólo atañe a cada sujeto de un modo particular y exclusivo. La vida, sin duda, es un compendio de etapas, y cada una de ellas tiene sus propias cualidades y sus propios problemas. El bienestar en una cualquiera de estas etapas, generalmente viene precedido por un trabajo bien realizado en la etapa anterior. Igual sucede al contrario. Y así, hasta que las pilas se agotan y el cargador deja de funcionar. Entonces llega “el acabose”, pero esto es otra historia que ahora no toca.

Mañana cumple años un amigo: cuarenta años; un número que ya empieza a ser considerable, qué duda cabe. Para mucha gente de “mente floja” éste es un número tabú que despierta infinidad de dudas y que muchas veces acaba en la depresión que se acostumbra a conocer con el nombre de “crisis de los cuarenta”. No acostumbro yo a comulgar con estos planteamientos, ni creo que él lo haga. Pienso, sin embargo, que es cierto que a esta edad pueden plantearse dudas, pero éstas no deben ser otras que las que plantea la propia responsabilidad. Ésta es una etapa de transición y de madurez. Seguramente habrá una distancia similar entre la adolescencia y los cuarenta y de estos con la vejez. En etapas anteriores se trabajaba para construir: un patrimonio, una familia, un trabajo estable. En ésta, aunque la construcción no ha terminado, forzosamente han de ir mostrándose resultados, y ahí pueden surgir las dudas: ¿En qué me he equivocado o me estoy equivocando? ¿Hago lo mejor para mi familia? ¿Estoy haciendo lo mejor para mí? Es necesaria mucha claridad de ideas para continuar avanzando con los menores tropiezos posibles. Es irrelevante el número de años, carece de importancia y no merece una mínima depresión el que esto suceda. Todo lo contrario: hay que celebrarlo, porque cada año que se cumple representa una muesca, una fecha en rojo en nuestro calendario vital, una oportunidad de estar vivos y de participar activamente en la organización de este espacio tan maravilloso que es el mundo que compartimos. Ahora bien, es bueno hacer balance, inventariar nuestros sueños, renovar nuestros propósitos, reforzar alguna parte que ha podido debilitarse en el camino y, apoyado en “la tribu”, seguir caminando con decisión.

Querido amigo que cumples cuarenta años: si miras hacia atrás serenamente, verás todo un río de cosas que te han sucedido y que te conciernen. Verás cómo –de los veinte a los cuarenta- ha cambiado tu vida. Verás que el tú se ha convertido cada vez más en el nosotros. Y que del río principal que compusisteis tu esposa y tú han derivado dos preciosos afluentes cuyo curso os esforzáis en guiar adecuadamente para que discurra sin tropiezos. Y verás que lo sucedido ha merecido la pena. Y que el tiempo pasado y el sacrificio asumido –porque siempre hay sacrificio importante- han dado un fruto valioso. ¿Y ahora, qué? Pues a continuar luchando, qué duda cabe. Dale caña a la moto a ver qué da esto de sí, y dentro de diez años, si te parece, hablamos otra vez del tema. Yo pienso estar aquí.

Felicidades, Jose. Y disculpa, si es posible, mi osadía por atreverme a vulnerar tu espacio. Es manía de viejos. Siempre sucede. Creemos que nuestra edad nos autoriza estas licencias. Por muchos años.

lunes, 14 de febrero de 2011

El fuego y la ceniza



Suele ocurrirnos habitualmente: unas veces somos fuego; otras, ceniza. Somos capaces, en ocasiones, de convencer, de admirar, de brillar con luz propia, de quemar incluso con nuestra fogosidad. Otras veces, sin embargo, ese fuego decrece hasta convertirse en ceniza y, entonces, nuestra personalidad sufre lo que entendemos –lo que la sociedad entiende- como el aguijón del fracaso. Y ya no somos nadie para ellos ni para nosotros mismos. Esto, sin embargo, entiendo que no es más que un espejismo. En ambas situaciones: un espejismo. Ni más ni menos. Tan falso es el oropel primero como la decadencia posterior. Visto como éxito o como fracaso no es más que una desviación de la mente humana, un interés de mercado que antes o después, por el simple avatar de la vida, va a quedar devaluado. Es un fuego que se apaga hasta quedar convertido en cenizas. Pero si aceptamos que esto no es totalmente cierto, veremos que entre las cenizas quedará siempre alguna brasa que, en ningún caso dejará de arder con poco que la alimentemos con un aliento de razón, de respeto, de confianza, de afecto.

Hago esta reflexión a propósito de la despedida de un compañero. Antonio Serrano Selva, a lo largo de su vida –y más concretamente en los años que lo conocemos- ha sido –es- fuego, tal vez un poco desmesurado. Pero sí, es fuego. Y esto no siempre ha gustado a todos, e incluso le ha llevado a cometer errores. Sin embargo, en su favor, hay que reconocer su lealtad, su entrega, su aportación al proyecto común que representa “Caminos”. Una aportación siempre positiva que dejaba entrever un alma de poeta asociada a un carácter de líder. Hace unos días, Antonio Serrano Selva, un poco –o un mucho- abrumado por los achaques, decidió abandonar el grupo. Su razón: no se sentía capaz de estar a la altura que él mismo se exigía. Una razón muy noble, sin lugar a dudas. Quienes le estimamos –entre los que me cuento- esperamos sin embargo que no se deje vencer; que la fuerza de la razón le haga ver que cada etapa de la vida representa lo que representa, y nada más. Que cualquier tiempo pasado no fue mejor, sino diferente. Que debajo de esas cenizas, que él pretende acumular ahora, siguen brillando brasas incombustibles, que nada ni nadie conseguirán apagar, con poco que él se lo proponga. Que para avivar el fuego, cuenta con amigos que le aportamos nuestro aliento.

Cierro esta reflexión con un poema de Mario Benedetti. Estimado compañero Antonio Serrano Selva: ¡¡NO TE RINDAS!!

No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
aceptar tus sombras,
enterrar tus miedos,
liberar el lastre,
retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros,
y destapar el cielo.
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se esconda,
Y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños.
Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo.
Porque lo has querido y porque te quiero.
Porque existe el vino y el amor, es cierto.
Porque no hay heridas que no cure el tiempo.
Abrir las puertas,
quitar los cerrojos,
abandonar las murallas que te protegieron,
vivir la vida y aceptar el reto,
recuperar la risa,
ensayar un canto,
bajar la guardia y extender las manos.
Desplegar las alas
e intentar de nuevo,
celebrar la vida y retomar los cielos.
No te rindas, por favor no cedas,
aunque el frío queme,
aunque el miedo muerda,
aunque el sol se ponga y se calle el viento,
aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños.
Porque cada día es un comienzo nuevo,
porque esta es la hora y el mejor momento.
Porque no estás solo, porque yo te quiero.

martes, 1 de febrero de 2011

SOLEDADES



Al terminar su turno, a las 22:00 horas, Carmen se acercó a la habitación de Alberto. Al asomarse, vio a Matilde que yacía amodorrada en una butaca. En la cama, Alberto daba la impresión de encontrarse aletargado. Carmen entró de puntillas y se quedó mirándolo: parecía tranquilo. Comprobó que los goteros estaban en orden y salió sin percatarse de que, al darle la espalda, Alberto había abierto los ojos y la miraba en silencio, como si ella fuera la dormida y él temiera despertarla.
Cualquier reacción parecía una huida pero, ¿hacia dónde? Alberto creyó intuir en Carmen un suspiro liberador cuando le pareció que estaba dormido. Tampoco él pudo evitar el sentirse aliviado cuando la vio marchar. Sin embargo, había tanto de qué hablar. Y había tanto miedo a hacerlo, tantos convencionalismos, tantos prejuicios… Él había pedido a los médicos, al principio de su ingreso, que le revelaran la verdad de su situación. «Tiene los pulmones encharcados, es muy poco lo que podemos hacer, sólo esperar». «Esperar qué», preguntó él. «Tal vez un milagro... mientras hay vida...». Aquellas palabras le hicieron daño. Alberto había sido un luchador en el más amplio sentido de la palabra. Nunca predicó responsabilizando a Dios de los males del mundo ni instando a los humanos a que dejaran en las manos del Sumo Hacedor la solución a sus problemas. Los milagros estaban bien para explicar el sentido de lo, por otra parte, inexplicable, pero aplicarlos a los intereses particulares de cada uno, significaba a su juicio realizar una utilización egoísta de la palabra de Dios, y hasta ahí no pensaba llegar. Si el médico no le podía curar, si ya la ciencia le daba por desahuciado, ¿qué derecho tenía él a esperar una intervención divina? Intervención divina en la que, por otra parte, tampoco creía demasiado. En los últimos años la fe del padre Alberto había entrado peligrosamente en barrena, aunque ni él mismo se lo hubiera planteado. Siguió ejerciendo su ministerio como siempre, aunque más sujeto a planteamientos sociales que teológicos, buscando a Jesucristo en los hombres y mujeres que, de algún modo, luchaban por un mundo mejor. Su actitud se fue radicalizando y dejó de ver en las imágenes cualquier signo de divinidad. Aquellas imágenes vestidas y enjoyadas no podían tener ningún significado dentro de la iglesia de los pobres que preconizaban los evangelios. Aunque tampoco estos, con poco que se los estudiara, soportaban un mínimo análisis crítico. En el seminario le habían enseñado a distinguir entre lo demostrable y lo indemostrable, o sea, entre razón y fe. Todo cuanto a Dios se refería carecía de explicaciones lógicas y, para entenderlo, para asumirlo, había que recurrir a la fe. Esto es así porque así lo dijo Dios: evangelio tal, capítulo tal, versículo tal y tal. Así, las cosas en apariencia más trascendentes se iban trivializando y las explicaciones más controvertidas quedaban en manos de Dios. Lo que no puedo saber, lo creo. Donde no llega mi conocimiento pongo mi fe. Y sobre todo, no pienso. Porque pensar supone caer en la tentación del maligno. En estas ideas radicaba toda la fuerza que se le debería suponer a un hombre para transmitir a sus semejantes la palabra de Dios y dar testimonio de ella.

Este texto es sólo un trocito de algo más amplio que estoy escribiendo y que he titulado "Soledades". No sé por qué lo he publicado en el blog, tal vez la única razón sea que no me apetece calentarme la cabeza buscando otros temas. La fotografía la hicimos en Roma al final del verano pasado.