Fue un
30 de octubre del año 1910. En una casa humilde de Orihuela, en el seno de una
familia donde ya había varios hermanos, nació un niño. Ocurrió como solían
ocurrir las cosas en aquellos tiempos: como todos sus hermanos, el niño nació
en la casa. Los hospitales, las salas maternales, fueron un invento posterior,
y aún más en los pueblos. Al niño le llamaron Miguel y, según contó él más
adelante, no llego –como se suele decir- con un pan bajo el brazo, sino con
tres heridas: la del amor, la de la muerte y la de la vida. Tal vez el padre
pensara que un varón más en la familia era una buena cosa para compartir el
trabajo, cuando tuviera edad para ello. Pero el buen hombre se equivocó, y es
de suponer que lo pasaría muy mal viendo al hijo aficionarse a los libros
cuando lo que les daba de comer era el pastoreo. Miguel, sin duda, también
debió sufrir lo suyo. Desobedecer al padre no era una opción, y fue pastor.
Pero no por eso dejó de soñar y de luchar por sus sueños.
Para las
personas que, como yo, carecemos de una información fehaciente, se nos hace muy
difícil imaginar cómo pudo ser la niñez y la adolescencia de Miguel en el
ambiente familiar, en su día a día. Es muy fácil acogerse a las cosas que dicen
de él sus biógrafos y creerlas sin más: que si estudió en la escuela del Ave
María, versión para pobres del colegio de Santo Domingo de la Compañía de
Jesús; que si alimentó su precoz ser de poeta con los libros que le
suministraba el canónigo D. Luis Almarcha, que si los colores de la huerta le
inspiraron para escribir… Con datos como estos puede cada cual forjarse una
imagen más o menos real, nutrirla con detalles propios y darle vida al mito.
Pero, ¿en este mito que cada uno imaginamos, cuánto hay de la esencia “real” de
Miguel Hernández? De lo que realmente pensaba, de cómo encausaba sus
pensamientos, de lo que soñaba despierto y dormido.
A veces
pienso que nos acogemos al mito –es lo más cómodo- y desconocemos al ser. Así
podemos hablar de aficiones literarias, de pastoreos bucólicos, de escrituras
en la sierra o en la huerta, mientras las cabras destrozaban el habar de un
enfurecido huertano. Es tan fácil esto… y es tan bonito… Pero entre tanta
literatura, ¿dónde queda el pensamiento de Miguel Hernández? ¿Cómo fue posible
el milagro de que la poesía germinara en un terreno tan poco propicio? Porque
una vez nacida, con los cuidados que los biógrafos apuntan, se la pudo ayudar a
crecer. Pero, ¿cómo y quién la sembró? Esto es para mí una incógnita que no
consigo descifrar. Tal vez todo está en los libros y el problema es mío por no
haberlos leído. Tendré que aplicarme en ello.
En fin,
hoy, 30 de octubre de 2017, al cumplirse el 107 aniversario del nacimiento de
Miguel Hernández, he querido dejar un poco de lado sus poemas, que por suerte
ya todo el mundo conoce y admira, para centrar mi pensamiento en los años de
niñez y adolescencia en que se creó el germen del fututo poeta. Y mi escaso
talento no ha sido capaz de desvelar el misterio. Porque la vida nace y muere
con cada uno. Y estoy seguro que, después de 107 años, poco podrá decirse ya
que no se haya dicho del mito, aunque, en mi opinión, creo que se ha dicho muy
poco del hombre. Son esos detalles ocultos que nacieron y crecieron con él y
que con él murieron. Porque nadie sabe más de una persona que ella misma, y sus
secretos más íntimos mueren al cerrarse para siempre su ciclo vital.