Desde que
nacemos, vamos participando en proyectos. En los primeros de nuestras vidas,
por razones de edad, son otros quienes deciden y asumen responsabilidades,
pero, en cualquier caso, siempre nos afectan, querámoslo o no. Más tarde,
superada la barrera de la mayoría de edad, somos nosotros quienes, en uso de nuestros derechos, intentamos sacar
adelante nuestros propios proyectos. Propios, aunque siempre, siempre, hay
otros involucrados, perjudicados o beneficiados de nuestra acción. Lo que en
ocasiones mueve montañas es la ambición, la conquista del poder, el deseo de
una vida mejor, sin calibrar generalmente las consecuencias que se deriven
hacia otros. El amor, la búsqueda de la felicidad... conceptos tan etéreos como
estos últimos, ¿tienen algo que ver con el querer dominar o poseer? Tal vez sí.
¿Existe algo más posesivo que el amor de pareja? ¿O más destructivo para la
dignidad humana cuando se convierte en odio? Metidos en este terreno tan
resbaladizo, tal vez podríamos preguntarnos: ¿Por qué degenera el amor y se
convierte en odio, o tal vez aún peor, en menosprecio? ¿Qué circunstancias han
de concurrir para que esto ocurra? ¿Qué es el amor? Llegados a este punto, tal
vez lo más coherente sería no continuar. Pero sigamos jugando a la
incoherencia.
Hablamos al
principio de proyectos. Desde la guardería participamos en ellos para formarnos
como personas. La universidad (si la hay), el trabajo (si se tiene), la
creación de una empresa. Todos, sin duda, son importantes. Pero hay uno que nos
marca, nos condiciona para siempre: en un momento determinado decidimos asumir
la responsabilidad de crear una familia. En este último caso, si no partimos de
un correcto estudio de la situación, podemos vernos en un grave aprieto. El
índice de divorcios y de familias rotas que hay en nuestra sociedad, es una
muestra clara de los frágiles planteamientos con que fueron iniciados los
proyectos. Partamos del caso más común: dos personas se conocen, se gustan y se
idealizan. El proyecto se llena de humo y, cuando se abre la puerta, el humo se
esparce y el amor desaparece. Los dos –o uno de los dos- se dan cuenta que el
otro (antes, ser sobrenatural) tose, suda y tiene manías. Algo que no se puede
consentir. “Esto no es lo que parecía”, suele decirse. La convivencia se enrarece
y se hace imposible. Sólo la ruptura –muchas veces (o siempre) traumática-
permite la libertad. Libertad que se consigue, en ocasiones con sangre, o a
costa de la infelicidad de seres inocentes que se ven involucrados. Hijos que
se ven desplazados de esa seguridad familiar que los acogía. Otros familiares
que han de asumir una parte del precio que la ruptura supone, y no hablo de
factores económicos.
Al hablar del
amor, de la familia, ¿es correcto plantearlo con un nombre tan frío como es “proyecto”?
Yo, al menos, lo entiendo así. Se trata de un proyecto de vida, y estas son
palabras mayores. Todo proyecto de vida implica renuncias y asumir la
imperfección del otro. Pero esto no puede darse sin asumir antes nuestra propia
imperfección. Con nuestras renuncias nos empobrecemos, pero superamos esta
carencia con las aportaciones del otro, y así el proyecto se equilibra y
avanza... y crece. No es justo poner en la balanza sólo lo negativo. Cualquier
defecto que el otro tenga, uno ha de saber comprenderlo, pero el otro ha de
procurar revertirlo. Ahora bien, todo esto no son más que palabras. El hecho
terrible que podemos constatar es que el ser humano, en líneas generales, no
parece estar capacitado para la convivencia. Ese humo del que hablamos antes
nos invade los sentidos y nos sume en la incoherencia. Algo que sería muy fácil
de aceptar si involucrara solamente a dos personas, pero por desgracia no es
así. ¿Qué habría que hacer al respecto? ¿Cuál es la solución? ¿Sufrir, sólo
sufrir? Creo que no. No sería ésta una buena solución. Si no hay respeto mutuo
no hay amor. Haría falta una carta de valores... pero, ¿quién se atrevería a
firmarla? Pienso que los problemas de pareja o se resuelven en pareja o no se
resuelven, sobre todo cuando el humo ya no está. Y es que dura tan poco...
El amor es un
trueque, un camino en dos direcciones, un camino difícil como todo aquello que
significa dar, pero que tiene la contrapartida del recibir. No es un camino de
rosas o, en cualquier caso si las hay, muchas nos arañan con sus espinas. Pero
es un camino apasionante que merece la pena recorrer.
Ilustro mi reflexión
con el poema de Mario Benedetti, “Trueque”:
Me das tu cuerpo
patria y yo te doy mi río
tú noches de tu
aroma / yo mis viejos acechos
tú sangre de tus
labios / yo manos de alfarero
tú el césped de
tu vértice / yo mi pobre ciprés
me das tu
corazón ese verdugo
y yo te doy mi
calma esa mentira
tú el vuelo de
tus ojos / yo mi raíz al sol
tú la piel de tu
tacto / yo mi tacto en tu piel
me das tu
amanecida y yo te doy mi ángelus
tú me abres tus
enigmas / yo te encierro en mi azar
me expulsas de
tu olvido / yo nunca te he olvidado
te vas te vas te
vienes / me voy me voy te espero.
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