Vivir
con miedo es una forma como otra de vivir –o de soportar la vida-. Al comienzo
de esta crisis que ha golpeado y sigue golpeando a los más débiles, más que
asustarnos –que también-, intentaron y en buena parte consiguieron que nos
sintiéramos culpables: habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y,
en consecuencia, era nuestro deber soportar el peso de tan grave falta y cargar
con sus secuelas. De no hacerlo, un porvenir sombrío se abatía sobre nosotros.
Los fantasmas del miedo comenzaron a pulular de casa en casa, de mente en
mente. Y así se consiguió hacer lógico lo ilógico. Escuché a un filósofo opinar
sobre esto. Él decía que cuando nos amenazan con una gran desgracia, si ésta
luego no es tan grande, respiramos aliviados. No era para tanto, decimos, sin
caer en la cuenta de que simplemente nos hemos conformado con una desgracia
menor, que no deja por eso de ser desgracia. Para paliar los enormes agujeros,
no sé si negros, dejados por la corrupción, la ambición desmedida, o
simplemente la incompetencia de un buen número de políticos y banqueros, la
solución que el mercado ha dictado han sido los recortes. Pero no recortes a
las grandes fortunas, que han seguido y siguen creciendo más que antes, sino a
las capas medias y bajas de la sociedad. Los servicios públicos han cargado con
el peso de la deuda. La sanidad, la educación, y en general la cultura se han
visto castigados hasta hacer sangrar su herida. No nos merecíamos lo que
teníamos, nos dicen, mientras dedican miles de millones para reflotar bancos
corruptos. Y así, quienes desde la base queremos hacer y gozar de la cultura,
nos vemos obligados a retroceder medio siglo.
Hace
alrededor de cincuenta años no existían los Centros Sociales ni las Casas de
Cultura, tal y como los conocemos ahora. Entonces nos organizábamos en grupos
de amigos y nos acercábamos al único estamento legal al que podíamos hacerlo:
las iglesias. En ellas, si teníamos la suerte de que nos recibiera un sacerdote
relativamente progresista, podíamos hacer teatro, recitar poesías, cine fórum,
lectura de libros, etc. Así conocí, por ejemplo, a Miguel Hernández, leyendo a
escondidas sus libros prohibidos por la ley. Eran unas condiciones precarias
que no estaban alimentadas por ninguna crisis económica, sino por la ley
franquista: una ley férrea merced a la cual la cultura era subversiva.
Convivimos con aquello, y lo superamos, y con el esfuerzo de todos, se intentó
poner a la cultura en el espacio justo para que pudiera ser un bien al servicio
del pueblo. ¿Era pedir demasiado? ¿Qué puede esperarse de un pueblo inculto?
¿Cómo puede avanzar, en libertad, una sociedad en que la cultura se sirve con
cartilla de racionamiento o está al servicio de las élites dominantes?
En este
momento la cultura, sin duda, está siendo secuestrada y puesta al servicio de
unos extraños entes que nadie conocemos, pero que les llaman mercados. Ellos
nos gobiernan y nos dejan caer, generosamente, las migajas con las que nos
conforman. Cuando un grupo, humilde como Caminos, pretende presentar un
recital, nos avergüenza pedir nada a cambio. Para qué pedirlo si no nos lo van
a dar. ¿Publicidad?: que va, la pagamos nosotros. ¿Un simple aperitivo después
de la función?: ¡no hay presupuesto para esas cosas!... Y así sucesivamente. Y
con todo lo que nos cuentan, resulta que hasta lo vemos lógico: estamos en
crisis. Y los pobres son cada día más pobres. Y los ricos son cada día más
ricos. Y la cultura, como dije antes permanece secuestrada. El legado de Miguel
Hernández fue expulsado de Elche. No hubo multitudinarias protestas ni
manifestaciones. Se presentó bajo el razonamiento lógico de que no se podía
mantener. No había dinero para ello. ¿Es la cultura un bien medible en dinero?
Yo cada
vez entiendo menos cosas, y por lo tanto no me siento capacitado para dar
opiniones que importen a nadie. Pero recuerdo a León Felipe, que sin duda sabía
más que yo, y que escribió estos versos que hoy rezuman verdad y actualidad.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.
Ahora, con los recortes a la cultura,
pretenden dormirnos con cuentos, porque no hay nadie más propenso a creerlos
que un ser inculto. La cultura es un alimento al que no podemos ni debemos
renunciar. Aunque tengamos que acceder a ella con cuentagotas. Ellos, creo que
desconocen el potencial que tiene. Aunque sea volviendo a las catacumbas de
hace cincuenta años, la cultura prevalecerá. Ayudar a ello es nuestra
obligación y nuestro derecho.
(Publicado en la revista CAMINOS - N.º 1 - Marzo 2015).
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